Independencia Judicial (III)

Rafael Espino de la Peña

Esta es la tercera colaboración que comenta la Iniciativa con Proyecto de Decreto enviada en meses pasados por el Ejecutivo Federal a la Cámara de Diputados, por la que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en materia de reforma al Poder Judicial Federal, coloquialmente conocida como el Plan “C”.

El artículo 49 constitucional establece una distribución tripartita federal de competencias, que como lo ha sostenido nuestra Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), tiene como propósito, junto con el equilibrio técnico que aportan los Órganos Constitucionales Autónomos, el mantener los balances interinstitucionales a través de un sistema de pesos y contrapesos que impida la concentración del poder en un solo órgano absoluto, que pudiere dar lugar a una distorsión de competencias constitucionales o como efecto de ello, a un daño a la democracia, a los derechos fundamentales o a sus garantías. Nuestro máximo Tribunal ha apuntado que las funciones que cada instancia tiene encomendadas no implican una división rígida, sino que se articulan en un régimen de coordinación, colaboración y control recíproco que los limita para evitar atropellos y de esta manera, asegurar la unidad política y el estado de derecho, considerando que cada una tiene las atribuciones que la Constitución le ha asignado sin que pueda arrogarse otras.

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Es no solo factible sino deseable instituir en el Poder Judicial Federal el principio de austeridad republicana, pero sin vulnerar la independencia judicial.

El Poder Judicial actúa como contrapeso para la estabilidad nacional al ser el responsable de la administración de justicia, prerrogativa que habilita a otras y constituye un freno al actuar abusivo gubernamental frente a los gobernados, velando por sus libertades. Por tanto, es esencial preservar su independencia; es decir, el garantizar que sus fallos se emitan conforme a las normas procedentes y las pruebas aportadas, ajeno a presiones e influencias externas, respetando la igualdad legal. Con ello se combate la corrupción, se lucha contra el abuso, se fortalece nuestro estado de derecho y se preserva nuestro sistema democrático.

Es importante señalar que el nombramiento de jueces por voto popular no asegura el combate a la corrupción judicial y contrariamente si compromete su autonomía al politizar esta función, lo que trasciende a la objetividad de sus fallos. La selección de los juzgadores a través de las urnas fomentaría el que los candidatos actúen para satisfacer los intereses de quiénes los impulsen a llegar o en el mejor de los casos que la población los perciba como representantes de los partidos políticos en vez de ser valorados como protectores de la ley y los derechos ciudadanos. Convertiríamos perniciosamente a los juzgadores en actores políticos.

En adición a la valoración del mérito, de la formación académica y capacidad profesional de los juzgadores como criterio de selección, analizado en la colaboración anterior, la igualdad de condiciones y el respeto al principio de no discriminación en este proceso, resulta fundamental para mantener la independencia judicial.

Al respecto, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de San José establece que los Estados deben garantizar que todos los ciudadanos tengan la oportunidad, en condiciones de igualdad, de ejercer cargos públicos, como los judiciales.

La posibilidad sin distinción, de ocupar posiciones judiciales como lo ha sostenido la Corte Interamericana de Derechos Humanos: “garantiza…la libertad frente a toda injerencia o presión política”. Asimismo, en los principios básicos de la Organización de las Naciones Unidas se prevé la no discriminación, tanto en la selección como en el nombramiento del personal judicial, debiendo aplicarse la perspectiva de género.