Noches Eternas

Everardo Monroy Caracas

“Que eternas son mis noches, que lenta es mi agonía, que triste vida mía, vivir pensando en ti.”

La avenida Juárez respiraba al ritmo de la frontera. De día, era un lugar de prisas y negocios, donde vendedores ambulantes ofrecían sus mercancías bajo toldos desgastados y los trabajadores cruzaban con la mirada fija en el suelo. Pero al caer la tarde, el aire se llenaba de murmullos y promesas. Las puertas de los bares se abrían como bostezos cansados, dejando escapar acordes de guitarra y el rumor de las primeras copas. El aroma a carne asada se mezclaba con el humo de los cigarrillos, creando una niebla baja que flotaba sobre la banqueta.
Vidal avanzaba como una sombra entre la gente, esquivando grupos de borrachos y parejas que se reían demasiado fuerte. Sus manos, callosas de años en la maquiladora, temblaban levemente en los bolsillos de su chamarra. En su oído izquierdo, un auricular desgastado susurraba Noches Eternas de La Norteña, como si alguien le cantara directamente al corazón.

“Que largas son las horas, que negro mi desvelo, que grande desconsuelo pensar que te perdí.”

La voz de la cantante chihuahuense le recorría el alma como un escalofrío. Vidal cerraba los ojos y por un instante volvía a escuchar a Soraya tarareando esa misma melodía mientras movía las caderas frente a la estufa, sazonando los frijoles que siempre le preparaba los viernes. Ahora solo quedaba el silencio de un departamento vacío y el eco de una canción que le mordía el corazón.
Soraya. Decir su nombre en voz alta le producía un dolor físico. Durante años habían sido pobres pero felices en la colonia Miguel Hidalgo, donde las casas se amontonaban como cajas de cartón y los vecinos se conocían todos los secretos. Tres hijos, mil sacrificios, y la certeza de que el amor lo podía todo. O al menos eso creía él.

“Quisiera yo olvidarte, borrarte de mis sueños, pero es un vano empeño que yo te olvide a ti.”

Pero Ciudad Juárez no perdonaba. Las horas interminables en la maquiladora, los jefes que gritaban, las cuentas que nunca alcanzaban. Soraya, que trabajaba de mesera en el Bar La Malquerida, volvía cada madrugada con el olor a cerveza y cigarrillos pegado a la piel. Vidal sabía de los clientes que le ponían billetes en el escote, del dueño que “accidentalmente” le rozaba las caderas. Lo sabía y se mordía los puños de impotencia, porque ¿qué podía hacer un obrero sin educación ni dinero?
Hasta que llegó él. José José, el cantante del Salón Azul, con su traje brillante y su voz de miel envenenada. Vidal lo vio una vez, cuando fue a buscar a Soraya. El tipo estaba en el escenario, iluminado por un foco violeta, cantando El triste con una pasión que le partía el pecho a cualquiera. Y Soraya, su Soraya, lo miraba como si acabara de descubrir el amor.

“Como esas golondrinas buscando primavera, así, niña hechicera, un día dijiste adiós.”

Cuando Soraya se fue con el cantante, Vidal intentó ahogar su dolor en alcohol y trabajo. Pero cada esquina de Juárez le gritaba su nombre. Los puestos de tacos donde comían los domingos, el parque donde paseaban a los niños, hasta el olor del pan recién horneado en la panadería de la esquina. Al final, no pudo soportarlo. Cruzó la frontera con lo puesto y se refugió en El Paso, en un cuarto que olía a humedad y derrota.

“Porque sin la esperanza, vivir es un tormento, y tú en mi pensamiento agrandas mi sufrir.”

En el exilio, Vidal empezó a llenar cuadernos con sus memorias. Escribía sobre las mañanas en la maquiladora, sobre los olores de la avenida Juárez al amanecer, sobre los ojos cafés de Soraya iluminados por la luz tenue de los bares. Las palabras se convirtieron en su terapia, en su manera de exorcizar los fantasmas.
Con el tiempo entendió que las noches eternas no eran solo dolor. Eran también la tinta con la que se escribían las historias verdaderas, las que duelen pero al final nos hacen humanos. La avenida Juárez seguía brillando en su memoria, pero ahora la veía como un escenario donde se representaba la tragedia y la belleza de vivir.
Y aunque la canción de La Norteña seguía sonando, Vidal ya no lloraba al escucharla. Porque había aprendido que después de la noche más oscura, siempre -siempre- sale el sol.