Recuerdos de infancia “El padre Nacho”

Everardo Monroy Caracas

La campana de la iglesia de San Pedro Apóstol repicó con un sonido grave y pausado, esparciendo sus ondas sonoras por el atrio aún goteante. Yo, con mis diez años a cuestas y la mirada curiosa de un niño que busca respuestas en cada rincón, salí tras el padre Nacho. Sus palabras resonaban aún en mi mente, una mezcla intrigante de advertencia y consuelo:
“A mayor conocimiento, mayor condenación, pero nadie se viva de la ignorancia”.
Me las había soltado con esa su peculiar mezcla de seriedad y picardía que tanto lo caracterizaba.
El sendero que se bifurcaba frente a la iglesia, partiendo en dos la superficie de adoquines oscurecidos por el reciente aguacero, estaba flanqueado por árboles añosos. Sus copas frondosas, laureles y otros que no alcanzaba a identificar, proyectaban una sombra densa, casi mística, sobre el camino.
El padre Nacho, con su sotana negra ondeando ligeramente al caminar, parecía una figura salida de otro tiempo. Su rostro, habitualmente encendido como un jitomate maduro, conservaba aún un ligero brillo húmedo, reflejo de la lluvia.
En Huayacocotla, el padre Nacho era un faro de alegría, especialmente para las mujeres. Su carácter afable y su disposición a rebajarse al nivel de los niños, incluso haciendo el ridículo en improvisados partidos de fútbol en el llano, lo habían convertido en un hombre querido y respetado. Sabía de mi afición por los libros, una pasión que compartía con entusiasmo, nutriendo mis jóvenes inquietudes con frases y pasajes bíblicos que resonaban con una fuerza inusitada en sus labios.
Recuerdo una vez, mientras caminábamos de regreso de la milpa de mi tío, me dijo con una sonrisa pícara:
“Hijo, recuerda las palabras del Eclesiastés: ‘Porque donde abundan la sabiduría, abundan las penas; y quien acrecienta el saber, acrecienta el dolor’ (Eclesiastés 1:18). Pero eso no debe detener tu sed, ¿entiendes?”.
Sin embargo, en los corrillos del pueblo, especialmente entre algunos masones como mi padrino Ramón y mi tío Hernando, circulaba un rumor persistente: el padre Nacho tenía hijos con una mujer de Potrero Seco.
Verdad o simple habladuría, ese sambenito lo acompañaba como una sombra, contrastando con la devoción que despertaba en la mayoría de los feligreses.
La iglesia de San Pedro Apóstol, con sus sólidas estancias levantadas en el siglo XVIII, era mucho más que un lugar de culto. Era el hogar del padre Nacho, donde comía y dormía, siempre asistido por dos o tres mujeres. Una de ellas era Chabela Robles, una mujer madura de cuerpo robusto y pecho generoso, cuyo rebozo negro y faldón hasta los tobillos parecían una extensión inseparable de su persona.
Los domingos, la misa del padre Nacho era un evento esperado por todo el pueblo. Su peculiar manera de oficiar, salpicada de comentarios irónicos y bromas sutiles, mantenía a la feligresía atenta y, a menudo, sonriente. Era bajo de estatura, cuarentón, rechoncho y con rasgos finos que delataban su origen norteño, del estado de Jalisco. Su voz, sin embargo, era potente y resonaba con autoridad cuando leía los pasajes de la Biblia, pero se tornaba cálida y cercana cuando se dirigía directamente a la gente.
Recuerdo una misa en particular, durante la lectura del Evangelio.
El pasaje hablaba de la dificultad de los ricos para entrar en el reino de los cielos.
El padre Nacho levantó la vista del libro y, con un brillo travieso en los ojos, comentó:
“Ya ven, mis hermanos, no todo es tener vacas gordas y buenas cosechas. Como dice el Evangelio de Marcos: ‘¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!’ (Marcos 10:23). Así que, aquellos que tienen sus arcas llenas, ¡a compartir con los más necesitados! No vaya a ser que San Pedro les pida hasta la factura de cada centavo”.
La gente soltó algunas risas discretas, entendiendo la ironía del cura.
En otra ocasión, durante la homilía sobre la importancia del perdón, el padre Nacho miró fijamente a dos señoras que llevaban años sin dirigirse la palabra y, con una sonrisa dulce pero firme, exclamó:
“El apóstol Pablo nos dice en Efesios: ‘Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como también Dios os perdonó a vosotros en Cristo’ (Efesios 4:32). ¡A ver, doña Carmen y doña Sofía! ¿Van a seguir dándose la espalda hasta el Juicio Final? ¡La vida es muy corta para rencores tan largos!”.
Las dos mujeres se miraron de reojo, y aunque no se reconciliaron en ese instante, la semilla del perdón había sido plantada.
Para mí, que vivía con mis tíos Jessica y Hernando desde que mis padres fueron cruelmente asesinados por ladrones, las misas del padre Nacho eran mucho más que un rito religioso.
Eran una ventana a un mundo de sabiduría y humor, un respiro en la melancolía que a menudo me embargaba. Sus palabras, tanto las extraídas de las Escrituras como sus ocurrencias espontáneas, se grababan en mi joven mente, ayudándome a comprender un poco mejor el complejo tapiz de la vida y la fe.
Una tarde, después de la catequesis, me acerqué tímidamente al padre Nacho. Quería entender mejor la frase que me había dicho al salir de la iglesia.
Él me miró con sus ojos vivaces y me explicó con paciencia:
“Mira, el conocimiento en sí mismo no es malo. Al contrario, la Biblia nos anima a buscar la sabiduría: ‘Adquiere sabiduría, adquiere inteligencia; no te olvides ni te apartes de las razones de mi boca’ (Proverbios 4:5). Pero cuanto más sabemos, más responsabilidad tenemos sobre nuestros actos. Si conocemos el bien y aun así elegimos el mal, nuestra falta es mayor. Por eso digo: a mayor conocimiento, mayor condenación. Pero la ignorancia tampoco es una excusa para vivir en la oscuridad. Debemos esforzarnos por aprender y comprender el camino de Dios”.
Sus palabras me hicieron reflexionar.
En aquel Huayacocotla de inviernos gélidos, lluvias torrenciales y una niebla espesa que borraba los contornos de los barrancos y los bosques, la figura del padre Nacho era un punto de luz, un hombre imperfecto pero lleno de una sabiduría terrenal y espiritual que iluminaba las vidas de sus feligreses, incluyéndome a mí, aquel niño huérfano que buscaba consuelo y respuestas entre las palabras de un cura bonachón y las sombras del atrio. (EMC)