Alfredo Espinosa
De niño, en Delicias, iba a los panteones cada dos de noviembre, y siempre me resultaba aburrido. La gente limpiaba las tumbas y, como casi siempre era un día ventoso, las hojas recogidas volvían a dispersarse y, arrastrándose o en vilo, retornaban para posarse de nuevo sobre las lápidas. El Día de Muertos era simple y sin gracia: las mujeres enlutadas rezaban un poco y, a veces, lloraban, mientras yo me lastimaba los dientes pelando cañas. En aquellos tiempos no existía el Halloween. En mi infancia no necesitaba de fechas trágicas para divertirme.
A los veinticuatro años fui a trabajar como médico a un pueblo de Oaxaca. Entonces conocí el esplendor de la cultura del México profundo. Fui al panteón el Día de Todos Santos y entendí lo que era un verdadero convivio con la muerte. Esparcí pétalos de cempasúchil sobre las tumbas, levanté mi propio altar de muerto como si ya hubiera fallecido, encendí las velas y el incienso, hice un montoncito de sal y puse el agua. Comí tamales y mole, bebí mezcal, bailé guaracha, reí con chistes extraordinarios, canté con la tambora, escuché versos serios y picarescos, esperé que el difunto regresara del mar oscuro a disfrutar de la comida y del ambiente. Creo que también recé. Morí con la noche y reviví con el sol de la mañana. Tuve sed y me pregunté: ¿por qué este México oaxaqueño es tan distinto al chihuahuense?
Años más tarde asistí a Mixquic y a Pátzcuaro y volví a maravillarme del Día de Muertos. Conocí la obra de José Guadalupe Posada, la diversidad y creatividad de los cientos de altares para muertos, el papel picado multicolor, los poemas de Netzahualcóyotl y de Santa Teresa de Jesús, y entendí el sincretismo religioso y cultural. Vi la muerte como la “putilla de rubor helado” de José Gorostiza y sentí la misma nostalgia por la muerte que Xavier Villaurrutia. Comí pan de muerto y calaveras de azúcar, disfruté del Don Juan Tenorio de Zorrilla, los corridos de la Revolución Mexicana y los chistes de humor negro; entonces me convencí de la profundidad de esta celebración mexicana.
Volví a Chihuahua, acudí a los panteones y todavía se seguía pelando cañas y limpiando tumbas. La fiesta sucedía entre una interminable caravana de vendedores ambulantes. El cempasúchil se cambiaba por el crisantemo, y el Día de Muertos por la Feria del Hueso.
Me daba la impresión de que aquellas dos culturas (la española y la indígena), que se habían amalgamado, confundido y enriquecido, no lograban arraigar sus tradiciones en estos desiertos. Estábamos lejos de la épica patriótica y de la gesta religiosa, de la elegía y el mitote, unidos en el Día de Todos los Santos bajo un mismo pretexto para la celebración.
Para entonces, el Halloween se había convertido en la fiesta de los niños y de los jóvenes. El festejo consistía en que se disfrazaban de brujas, momias y vampiros, y los niños iban de casa en casa pidiendo dulces para llenar su calabaza de plástico anaranjado, o amenazaban con realizar algunas travesuras, como atacar la puerta con huevos podridos u otros misiles de alta peligrosidad. Mientras tanto, los jóvenes, naufragando en los ríos de los licores, desembocaban en fiestas disfrazados de seres de la noche: los hombres lobo bailaban con las medusas, mientras un fantasma de líneas rotundas besaba al conde Drácula.
Halloween contra Día de Muertos
Entre calacas y brujas estamos los chihuahuenses. ¿Qué es más chihuahuense: el Halloween o el Día de Muertos? El Halloween nos viene de Estados Unidos, aunque es una vieja tradición celta; el Día de Muertos resulta de un sincretismo español y mesoamericano. En realidad, ninguna de las dos tradiciones nos pertenece. Es evidente, sin embargo, que los españoles que fundaron estas ciudades chihuahuenses compartían algunas tradiciones europeas relacionadas con la muerte, y que el Día de los Muertos explica buena parte de ciertos rasgos del carácter nacional.
No obstante, las tradiciones que se forjaron en el mismo horno que la nación mexicana —el Día de Muertos, el guadalupanismo, incluso la independencia— no lograron imponerse, y aún ahora no lo logran del todo entre los chihuahuenses.
El sincretismo genético, religioso, social y cultural mesoamericano no se dio con tanta profusión en Aridoamérica debido a la larga lucha entre españoles e indios, que terminó en muchos casos con el exterminio total de varias tribus. A través de la evangelización cristiana, los frailes indujeron creencias religiosas que terminaron por imponerse, aunque sin desterrar la fe arraigada de los indígenas. En Aridoamérica, la evangelización fue ardua y no siempre exitosa. Los indios del septentrión carecían de las nociones morales que tanto preocuparon a los cristianos, quienes, con la finalidad de enderezarlos, civilizarlos y explotarlos, les mostraron las fiestas religiosas que, con el tesgüino y sus propios simbolismos, se siguen celebrando entre los tarahumaras.
Una explicación similar puede darse al fenómeno norteño de preferir la celebración de la Navidad con Santoclos en lugar del Día de Reyes, con los magos cargados de regalos para los niños. Aquí se observan las mismas raíces. Santoclos, un personaje con mayor arraigo en los Estados Unidos, se filtró sin que existiera frontera cultural alguna, mientras que los Reyes, pese a que alguno de ellos viajaba en camello, no transitaron por estos desiertos.
El Halloween, antigua tradición celta (de Irlanda), tenía sacerdotes —los druidas— que consideraban que el primero de noviembre, último día del año según su calendario, se abría una ventana que comunicaba a los muertos con los vivos. Al principio se llamó Samhain, como el dios celta de la muerte, a quien se ofrendaba parte de las cosechas. Posteriormente, fueron conquistados por la Roma cristiana y se cambió el nombre por All Hallow Eve, apócope de “la víspera del Día de Todos los Santos”, en la que se disfrazaban para espantar a los espíritus del mal que traían desastres y otros siniestros naturales.
Las calabazas vacías provienen también de la tradición celta, porque en la antigüedad se colocaban en ellas las cabezas de los enemigos muertos en batalla. En un ambiente festivo, los niños disfrazados pedían dulces a los deudos para rezar por el alma —que se creía residía en la cabeza— de los difuntos, con la intención de que llegaran más rápido al cielo.
Lo cierto es que las tradiciones se profundizan cuando se practican, incluso sin comprenderse sus orígenes o raíces.
Hallohuesos
La cercanía entre México y Estados Unidos ha permitido el intercambio profuso de tradiciones y productos comerciales. Chihuahua aceptaba de manera natural su norteamericanización, del mismo modo que algunos estados fronterizos estadounidenses toleraban su mexicanización. Los chihuahuenses viajaban con mayor frecuencia a El Paso que al centro del país, y junto con la fayuca se filtraban también algunas tradiciones gringas, que aquí se imitan incluso sin conocerse sus raíces ni su simbolismo: simplemente como una oportunidad para divertirse.
Sin embargo, paradójicamente, al abrirse la frontera con el Tratado de Libre Comercio y al imponerse la globalización —que elevó lo gringo como paradigma cultural del mundo—, el norte mexicano comenzó a defenderse de esa expansión que ya no era territorial, como en 1848, sino comercial y cultural. Ante la embestida, el norte comenzó a interesarse por las tradiciones mexicanas, aunque aún no las sienta como propias.
Chihuahua, cerca de los gringos y lejos de los chilangos, no ha podido construir su propia tradición. El Día de Muertos corresponde a la cultura mesoamericana y no a la aridoamericana, en la que está arraigado Chihuahua; sin embargo, la tradición del 2 de noviembre está más poderosamente enraizada entre los rarámuris que entre los chabochis. Los tarahumaras colorean con sus propios ritos y mitos el Día de los Muertos propuesto por los evangelizadores españoles del siglo XVIII. En cambio, los chihuahuenses mestizos, descendientes de aquellos españoles y criollos que se aventuraron por estos cerros y desiertos, no hemos logrado asimilar el poderío de las tradiciones del centro y sur de México, entre otras cosas porque, además del distanciamiento geográfico, las raíces se ahondan más en tierras donde prosperaron los imperios y las grandes religiones con dioses poderosos. Chihuahua ha sido austero en sus expresiones culturales y, por lo tanto, más vulnerable a absorber tradiciones ajenas. Con el Día de Muertos no logra identificarse, mientras que con el Halloween simplemente se disfraza para divertirse.
El Halloween actualmente es un juego simpático, una oportunidad de exorcizar miedos infantiles, un divertimento festivo. Aunque otros lo observan como una forma más de intervención ideológica: una imitación, un contagio de algo nocivo, una “fiesta diabólica y protestante”. “Es una tradición que no corresponde a la mexicanidad”, replican los profesores nacionalistas, y añaden que es evidencia incuestionable de que los Estados Unidos, desde hace muchos años, viven en Chihuahua.
En los últimos años se ha visto con preocupación, entre los sectores intelectuales, la expansión lograda por el Halloween. Esta festividad está fuertemente apoyada por el comercio y se presenta de manera muy atractiva, sobre todo para los niños. Los maestros, por ejemplo, intentan contrarrestar esa influencia cultural apoyando la celebración del Día de Muertos; sin embargo, no logra imponerse entre los chihuahuenses, entre otras razones porque su religiosidad se expresa con un catolicismo poco ortodoxo, casi aprotestantado, y con una liturgia más austera. Los chihuahuenses estarían dispuestos a aceptar la tradición, aunque muy pocos compartirían la convicción de que, en realidad, los difuntos regresan el dos de noviembre a comer y beber con las familias y amigos que dejaron.
Paulatinamente, el Día de los Muertos gana terreno en estas tierras bárbaras, quizá debido al oleaje migratorio que muchas familias han emprendido del sur al norte. Buscando trabajo, traen consigo sus tradiciones. El guadalupanismo y el Día de Muertos se afianzan gracias a esa migración y a la conciencia de que, ante la amenaza estadounidense y la confusión cultural, más nos vale apoyar nuestras propias tradiciones.
Es difícil pronosticar cómo habrá de resolverse esta lucha entre Halloween y Día de Muertos. ¿Habrá un sincretismo cultural que mezcle ambas tradiciones en un día que pueda llamarse hallohuesos, hallomuertos o algo por el estilo? ¿Persistirán ambos días y se celebrarán como ahora? ¿Desaparecerá alguna de las dos celebraciones? Nada se puede adelantar. Lo cierto es que el Halloween divierte, mientras que el Día de Muertos expresa el alma de un pueblo devastado desde su nacimiento.
Cultivemos todos una hermosa y festiva calavera.
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